miércoles, 24 de agosto de 2011

El tiempo en las venas



Uno de esos días, en una selva recóndita, llena de fantasmas malgaches, de aullidos o temores, las palabras caminaban solas.

Alguien ahí, en las afueras, se dedicaba a releer el libro de los momentos, y a escribir con trazos de tiza el futuro del verano.

El sabor del sonido quemaba las suelas.

Esa mañana fue como si nada. Fue como no se pensó. Fue algo más que eso. Cómo no, alcanzamos el instante de las preguntas batientes, en rasantes, inclinadas curvas de monociclo. Así fue, tan a menudo que se convirtió en una serenata periódica, nada molesta y siempre vistosa. Pero no íbamos a comentar estas cosas, hoy no.

Este día es un miércoles que continúa lo que se inició. Un miércoles que rápido avanza hacia el viernes, de ahí el viernosismo certero que late desde un tercer día de la semana. Un miércoles de porque sí. Y ahí estamos, saludando, en principio, desde un tren que se pega a las faldas de un monte, que divide llanuras en fronteras o que simplemente, tal vez, no sabe qué hace con sus pasajeros.

En la cafetería hay dos personas, al menos, platicando, una es Michelle, hablando de Sara. La otra, si fuera una persona, es un guerrero de terracota en traje de incógnito. El guerrero es más que una promesa, tan fascinante como un entierro milenario puede dar a entender, lleno de una tranquilidad que se agrieta con risas demasiado jóvenes, que agitan la conversación, los acontecimientos, el horizonte.

Michelle ya no está pensando en otras personas, no está pensando en nada más que en fango por modelar, en los ojos de brillo huidizo del guerrero. Llamame Leung, le dijo. Si quieres. Estaban todavía a muchos kilómetros del destino, apenas recordaban cuándo comenzaron a hablar, ni porqué. Yo soy Michelle. Encantado. Igualmente.

Los molinos de viento proporcionaron la minipausa imprescindible a toda presentación formal. Y fue cuando el tren tosió con un bandazo, y así se tocaron. Era menester, y, si no, de qué otro modo puede empezar una bonita conversación, dirían algunos. Cómo inventarse que una persona que es otra está soñando con los ojos de una cabeza que escolta el sueño funeral de un emperador. Y cómo explicarse lo que viene a su vez.

Cuando Leung regresó al Club del Movimiento Paulatino, esperó durante horas que apareciera, por lo menos, una brisa de Michelle, pero no sucedió, por más que lo deseara.

Unos cuantos días más tarde recibió una llamada. Entonces dejó la ciudad por varios años.

A la vuelta, otra vez dentro del verde. Nadie vino, nadie que fuera ese flequillo, ese pelo, esa mirada ni esa voz. Nadie que indicara el origen de las migas, de los límites de un cuerpo a la misma persona, nadie que hiciera subir tantos peldaños en un latido. Conoció un Sincesar. Un abanico casi innumerable de sonrisotas, suspiros y bochornos, y se la pasaba muy bien, y qué más daba.

Leung, el soldado de terracota, esperaba por fin dejar de hacerlo. Quizás algún día, cuando nadie lo sepa del todo.

Porque es así como las cosas suceden. Un día de esos de monociclos, de olor de papaya verde, de pleno verano antes de septiembre y por supuesto,octubre, un miércoles que nada avisa de su propio viernes, Michelle vio a lo lejos a Leung, en el mercado, junto a los sacos de colores de las especias. Se fue acercando como una carta que lleva escrita muchos años en la cabeza y llega aún más tarde, se fue acercando como una viernosa llamada impulsiva a deshoras, como una máquina de pulsaciones, hasta que Leung se giró, sonriendo. Cuánto tiempo, dijo, antes de abrazarla.

Eso fue lo que me dijeron. Lo que se cuenta de esos dos que vuelven, de cuando en cuando, a las mesas inconfesables de jade.
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(Imagen: Cabeza de dragón,Devta Singh)