lunes, 26 de diciembre de 2011

Entre los dedos



Hola. Escucha sin detenerte. Sigue escuchando. Ahora sabrás porqué. Ahora recordarás cuándo dejaste de estar aquí y te fuiste más allá del instante. Lo que le pasa a las manos se debe a muchas más razones..

Es lo habitual, todo el mundo lo sabe. Dibuja uno con lo que tiene a mano, cuando está feliz y cuando está triste. Algunas veces cuando se está solo. Cuando se tiene compañía, no se considera obligatorio, pero no suelen abundar esos momentos. Se juega con él cuando no se tiene hambre y cuando se está hambriento. De otra manera nunca lo tocas--a menos que se tenga sed de trazos.

Mientras tanto, entre la cordillera y las vías ferroviarias están los cuerpos que escriben, beben y ríen, los que se acurrucan y ovillan cuando el frío, y los que saltan de roca en roca. Las burbujas dentro de la espuma y las olas, que hunden y reflotan todo tipo de buques, fantasmas y tesoros. Pero no sólo eso. Su sonido nos da un tiempo de invierno, algo que ver al abrir las ventanas de par en par, para sentir la sal en el aire, para saber quiénes somos, buceadores de la piel. Y la mesa incondicialmente inconfesable, la que permite la presencia, incluso las correrías, de los monstruitos de los posos escucha los tientos de los dedos, las manos; percibe la presión de los codos y cómo estos aguantan los hombros, el peso de la cabeza, tal vez de algunos pensamientos difusos o inesperadamente pesados, longevos e incómodos. Tal vez uno de esos gatos vigila, alerta, para protegerla de los peligros de un jardín de cables. De ahí, otra vez, los pájaros.

Dentro de uno de los vagones continúa la conversación, tan llena de miradas, de Michelle con Leung. El guerrero de terracota va llenando los kilómetros de sonidos suaves y ásperos. Una voz arenosa, casi crujiente, que atraviesa un río de sombras cada vez que responde una pregunta. Dentro de ellas se guarecen, imaginando soluciones.

Las personas no son tan tozudas como los hechos, que no construyen diques ni caminitos de piedras blancas. O tal vez sí. Pueden ser obstáculos en una carrera sin pista ni finalidad aparente. No es imposible entonces que nos sorprendan todo tipo de circunstancias inesperadas, que no sepamos qué hacer con ellas. No saber si agarrarlas -¿cuál sería su pescuezo?-, o ignorarlas (sin llegar a saber la forma de una sensación, ni lo que llega a contener)

Se puede recordar algo más, semejante a un latido: “En la mañana que sucede a la noche, me enamoro de la luz del día”, solía decir Genesis P’Orridge. Y seguir el paso de las nubes.

(Imagen: Devta Singh)