lunes, 21 de febrero de 2011

Jim el lagarto

Érase una vez una persona zurda que subió a una escalera para verlo todo desde más alto -"pues en otro caso, habría bajado", dijo el gusano Nadadenada, quien, everybody knows, era una oruga, aunque sigue siendo la misma historia, cuanto apenas- Al final de la escalera no encontró un fantasma ni un secreto, ni siquiera la cabeza de un maniquí parlante de su infancia inventada en un comic inédito. No.



La ventana estaba tan alta que tuvo que auparse más de la cuenta para llegar a ver algo de todo desde más alto, instante este en el que un bastonazo del sombrerero hizo callar ¿a la oruga? Entró en su propio momento de dudas, ruegos y preguntas y supo que the higher they come, the harder they fall, cambiando la canción cantada por Jimmy Cliff en aquella película llamada "Más dura será la caída", o algo parecido.El lirón continuaba entre sueños, y a nadie se le ocurrió decorar con mostaza la nariz de un ser tan amable.



Entonces decidió bajar de la escalera, salir por la puerta del patio trasero y pisar el césped. Después rodeó la casa, y, alzándose desde un montón de troncos cortados para una chimenea sin construir, trepó hasta el techo con cuidado de no romper la tubería ni los cristales de las ventana. Mirando hacia el interior de la casa, llegó a ver parte de la escalera y el inicio de un par de puertas semiabiertas. Jim el lagarto sesteaba en una de ellas, sin pensar en fuegos ni pastelitos. Ni rastro de aquel gato profidén; hay dientes,sin embargo, tan hechos polvo que parecen catedrales boca abajo vistas desde muy cerca. Eso pasa cuando no piensas sin pensar en fuegos o pastelitos, reflexionó, aunque a nadie que estuviera cerca le hubiera parecido nada semejante, ni mucho menos hubiera confundido tal juicio con un ronquido digno de ese nombre.



El techo era de lajas de pizarra. Las nubes se levantaban como suelen decir algunas estrofas poco conocidas mientras el sol comenzaba a deslumbrar en modo apoteósico a prueba de fallos. Una variante técnica surgida tras los oscuros virus medioambientales; en realidad, avanzó el gusano, se trata de autohipnotismo. Cualquier cosa que no sea hipomanía, filón de merde, chasqueó la liebre, masticando un sobrecito de Earl Gray hasta la cuerda. El apoteósico sol, en cualquier caso, barnizó las nubes hasta que parecieron una armada incandescente de barquitos de juguete nadando sobre algas amarillas. Al final, por aquello de la incandescencia, los barquitos se hundieron entre otras nubes grandes como Groenlandia. Visto lo cual, el techo se hundió; y sin romperse ningún hueso y con unos cuantos rasguños ocultos por el polvo y las virutas, abandonó la casa vacía sin considerar lo que acababa de decirse.



El camino de regreso no fue arduo o veloz; ni sudor ni lágrimas; ni sangre ni limoná. Supo que la casa se disolvería en cuanto se girara para verla como se disuelven las imágenes dentro de la cabeza, de modo que no hizo falta apretar el paso. Esperó hasta bajar la cuesta, para no tener que pensar en subir a una torre o a una montaña. Para no ver al nuevo visitante que ya estaba a punto de entrar en la casa vacía.

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